Maria del Rosario Sanabria Rivas
Este texto representa una síntesis de la etnografia
que presenté para obtener el título de antropóloga
de la Universidad Nacional de Colombia de Bogotá (2004) y una memoria
del trabajo realizado con varios profesionales de diferentes disciplinas
entre los años 1994 y 1998 en la Corporación Cachivache.
Trabajamos en un sentido contrario al de las fuerzas de la exclusión
social, con jóvenes y adultos que se encontraban viviendo en las
calles de Bogotá. En este programa de atención a habitantes
de la calle, trabaje como profesora.
1. LA PIEL COMO ÚNICO PAPEL
Cuando se vive en la calle, se tiene el cuerpo marcado: “ya me hicieron
mi cierre” dijo un día Jana, luego de que su compañero
la había herido en el estómago con un cuchillo “por
quedarme(se) por ahí toda la noche y sin decirle nada”. Ella
salía pálida del hospital, un poco asombrada, pero atrás
de sus ojos, cuando lo contaba, parecía haber una aprobación.
Jana acababa de cumplir 18 años y estaba ahorrando para hacer las
“vueltas” para sacar la cédula. Ya había pasado
una temporada en la cárcel de menores por hurto. Había asistido
cuatro años a la escuela del barrio Las Cruces del centro de Bogotá,
y aun parecía hablar como una niña menor. Saliendo del hospital,
parecía como si ella hubiera acudido a un rito de paso: Jana representaba
en ese momento a multitudes de jóvenes que tienen un pie en la
casa y otro en la calle, quienes perteneciendo a una familia con escasos
o inexistentes recursos económicos sumados a los de una estructura
familiar fragilizada, y viviendo en condiciones de hacinamiento, sienten
el deseo de salir a las calles para probar la libertad que parece ofrecer
las calles de la ciudad. Ahora su cuerpo estaba marcado por un destino
del que no pudo huir. ”No hay derecho que no se inscriba en los
cuerpos. Él domina el cuerpo... Desde el nacimiento hasta la muerte
el derecho se “apodera” de los cuerpos para hacerlos su texto.
Mediante toda suerte de iniciaciones, él los transforma en tablas
de la ley, en cuadros vivos de las reglas y las costumbres, en actores
del teatro organizado por un orden social… siempre es verdad que
la ley se inscribe sobre los cuerpos. Ella se grava en los pergaminos
hechos con la piel de sus súbditos” (De Certeau 1990: 231).
Y es que Jana en este caso decía “ya…” como si
fuese el resultado de un proceso o de un esfuerzo, anunciando el fin de
una etapa y el inicio de otra, como si esos hechos representaran la adquisición
de un nuevo estatus. Ella ya pertenecía al mundo de la calle, porque
ya salía sola en la noche, sin su guardián compañero,
y su cuerpo estaba marcado con “su cierre”, por la osadía
de hacerlo sin avisarle. La marca en el cuerpo, -“mi cierre”-,
le confirmaba desde este momento de juventud, el haber adquirido el estatus
de “de la calle”, de “ñera”. Esta situación
aparecía como el resultado de una urgencia de adscripción
en algo, de vinculación, de construcción de una identidad,
de inscripción en una subcultura. El acto violento de agredir físicamente
a su compañera, por parte del muchacho, aparte de ilustrar la agudización
de las formas de sometimiento en que viven las mujeres en la calle, parece
decirnos algo sobre la falta de reflexión y de palabras mediadoras
de estos jóvenes ante los conflictos, situación que llevada
a un extremo resulta en heridas físicas, y a veces en la muerte.
Al mismo tiempo, la explicación de Jana llama la atención
en la medida en que acompaña la falta de –“quedarse
por ahí”-, de una segunda falta –“sin decirle
nada”, que le da mayor gravedad a la primera. Esta situación
también expone la rigidez en las formas de las relaciones entre
los ''ñeros'' y se acoge a nuestra hipótesis inicial: que
la dinámica de la vida en la calle iba reduciendo en forma creciente
la posibilidad de comunicarse verbalmente, agudizando las formas violentas
de interacción y propiciando continuamente un paso al acto, sin
posibilidad de llegar a acuerdos o treguas ante los conflictos. El cuerpo,
o mejor, la piel como único papel, escribí en mi Cuaderno
de Notas, que por descuido marqué como “Cuerpo de Notas”.
El cuerpo y las notas ya empezaban a tejer algún sentido, aparecían
como cabos dispuestos a anudarse o desanudarse. El objetivo de mi trabajo,
era pues, incentivar el uso del lenguaje, ampliar y cultivar el terreno
de las palabras con miras a reducir la acción y la retaliación
directas sobre el cuerpo, tan frecuentes en la vida en la calle. Crear
un espacio donde las palabras fueran más que vehículos para
una demanda o una agresión, donde adquirieran otros valores, donde
fueran vías para negociaciones y construcción de relaciones,
de compromisos, de historia, de vida: Un lugar donde, para empezar, las
palabras personales tuvieran lugar. La casa de Cachivache, ubicada en
la Candelaria, al costado de la Biblioteca Luis Ángel Arango, quería
ser una parada para el sosiego, para el reposo y alternativa a la calle.
La calle, lugar de permanente circulación, donde la inmediatez,
las exigencias de la sobre vivencia, las relaciones de extrema rivalidad
y las experiencias de rebeldía y actos al margen de la ley, la
convertían en lugar de refugio y fuga permanente, en el cual se
vive bajo normas brutales, bajo leyes implacables que frecuentemente y
de manera acelerada conducen a la muerte.
1.1 Señales de puño y letra: “Estando
en el taller de lenguaje, algunos meses después de conocernos,
Tulia buscaba una oración entre sus generosos pechos: sacaba todo
de allí, un Divino Niño, un lápiz sin punta, algunas
fotos, cordones, monedas, hilo y aguja, y finalmente una patecabra, navaja
plegable que los ñeros cargan escondida y que me presentó
sin dejármela ver y diciendo: “esto es por si a alguno se
le va la mano en sus palabras” (Sanabria 1995). Nuevamente las palabras
y los actos de violencia aparecían relacionados. Esta vez, la patecabra
no sería usada por la ausencia de palabras. No estaríamos
ante una ausencia, sino ante un exceso. La agresión a través
de las palabras se cobraba usando la patecabra. Y consecuentemente, el
uso de la patecabra provocaría en el adversario un silencio, temporal
o definitivo. Viviendo en la calle las palabras estaban sometidas a la
misma dinámica de inmediatez y urgencia, padeciendo de una carencia
de opciones y de creatividad ante las diversas situaciones. Las palabras
de Tulia indican una equivalencia: una agresión (de palabras) frente
a otra agresión (con un arma). Y si, como lo sugiere Brodsky, las
armas son una extensión del cuerpo, como cualquier otra herramienta,
la escena y el diálogo con Tulia nos ponía de nuevo frente
a esos dos cabos no sueltos: el cuerpo y las palabras. “Cállese
y bájese de lo que tiene, rápido” me ordenó
Ponas una vez por la calle, a las tres y media de la mañana, un
par de años antes que nos presentaran en la casa de Cachivache.
Silenciar con palabras, en este caso, se parecía bastante con una
agresión física. El “cállese” que me
profirió Ponas acercándose a mi cuerpo, intimándome
con el suyo, con su respiración y su saliva salpicada sobre mi
rostro, me hizo sentir la presencia de un arma, que no vi, como en la
escena con Tulia. La intimidación, a través de un cuerpo
extendido hacia el mío, se tornaba como un cuerpo armado. Entonces
las palabras en la calle también se usan para pedir o forzar, adquiriendo
según el tono, el valor de un arma. “La violencia simbólica,
en su debilitamiento da paso a la violencia imaginaria. El arma remplaza
la ley e impone el orden que la palabra y la ley escrita, en tanto han
quedado impotentes, no logran. La potencia se sitúa entonces en
el arma, que como objeto fálico produce la ilusión de poder,
por su poder de aniquilar al semejante, de dejarlo inerme, sin voz y sin
lugar” (Díaz 2001: 119). La distancia entre las armas y las
palabras parecía ser poca y su relación múltiple.
Estos cuerpos de los jóvenes sin casa, estaban condenados a recibir
y cargar las unas o las otras de la misma manera, como amenaza, como agresión,
como defensa, como guardianas de una vida expuesta sin barreras de protección,
ni físicas, ni simbólicas. Unas amparaban o reemplazaban
las otras y unas hacían valer las otras. Si las palabras podían
servir como armas, o provocaban el uso de ellas, o las armas aparecían
como ausencia de palabras, habría que pensar en nuevos escenarios,
donde las palabras se encontraran con más palabras y pudiéramos
resguardar los cuerpos, lejos de las armas. Habría que pensar en
las palabras como extensiones de los cuerpos, palabras para mediar ante
los impulsos de violencia, palabras para unirnos unos con otros, desplazando
las armas físicas, y fortaleciendo el mundo de los símbolos.
Después de pasar años de institución en institución,
calmando un poco el hambre y el frío a cambio de la misma frase:
“lo que yo quiero, es salir adelante”, aprendíamos
que las personas decían con sus palabras que estaban confinadas
en un atrás. Atrás de otros, -que no están atrás,
o que están un poco menos atrás-, atrás de la escuela,
atrás de la familia, atrás de las instituciones, atrás
de la ciudad, atrás de la calle, atrás de la sociedad, atrás
de sus historias, atrás de si. Queríamos pues construir
un espacio, donde las palabras se encontraran con más palabras,
ayudándonos a salir de ese atrás, donde intentaríamos
romper el círculo vicioso de “armarse para silenciar cobrando
la propia ausencia de voz”. Un lugar donde sembráramos la
posibilidad de ensayar una convivencia y un crecimiento personal, y que
aunque temporal y experimental, fuese verdadera, y creativa.
1.2 Desde el silencio: “Mi cuerpo escucha atento otros cuerpos.
Me quedo silenciosamente atenta a cada vibración, ruido o tarareo
de esas voces, a veces silenciosas y tantas veces silenciadas, que rozan
mi cuerpo y lo hacen vibrar” (Sanabria 1995). Anjo, un joven adulto
de veinte y poco de años, de origen caleño, que vivía
hacía ya casi diez años de aventurero por las calles de
Bogotá, que acostumbraba a viajar, y que había participado
del proyecto Cachivache desde sus inicios, impulsaba la existencia del
taller de pintura y de teatro. Para iniciar un camino, yo aprendía
de Anjo, que preparaba en el taller de teatro una pequeña pieza,
donde él era el único personaje. Él representaba
un escultor que, con los ojos tapados, en medio de una eterna embriaguez
y sin palabras, descubría las formas de sus obras con el tacto.
Al mismo tiempo, Martela buscaba en al altar que ella misma instaló
en el primer piso de la casa, y que cuidaba y adornaba a cada mañana
con flores, monedas, santos y oraciones, la fuerza para iniciarse como
actriz. Exploraba en su intimidad eligiendo un camino que parecía
transportarla al carácter religioso de su ser. Las únicas
palabras que surgían en su ensayo teatral titulado “El Grito
en la Catedral”, eran siempre las mismas: “¡que se salga!”.
Frase que ella repetía de mil maneras, desde el susurro, subiendo
la voz hasta gritar, desde la súplica hasta la demanda imperativa,
acompañando la exploración sobre su cuerpo. ¿De qué
otra catedral estaba hablando Martela si no de la de su cuerpo? Interpreté
que en lo más íntimo de su ser había algo tratando
de salir, que podía ser su propia voz, sus propias palabras, si
no algo que las atrapaba. Martela también había participado
de Cachivache desde sus inicios, había ayudado a buscar la casa
y se comportaba por tanto como una especie de anfitriona. Su nombre era
Rafael y desde niño estaba transitando de institución en
institución, aunque hacía ya varios años vivía
en las calles del barrio la Candelaria, y ejercía la prostitución
en las calles del centro. En momentos de fragilidad acudía a alguna
institución, donde se amparaba por un tiempo. Aprendiendo de la
obra de Anjo y de la práctica religiosa de Martela pensé
que saber que se está con el otro en el silencio, era la forma
de llamar la atención sobre el valor que pueden tener las palabras:
en silencio nos leíamos cada mañana, como el ciego que busca
a tientas el relieve de las letras. En silencio nos quedábamos
con nosotros mismos, cada uno en lo suyo, cada quien leyéndose,
cada quien dibujando su propia sombra con sus palabras silenciosas. En
el taller de lenguaje escribimos nuestros nombres con chorros de colores
sobre tablas de antiguas cajas de manzanas, peras y ciruelas que Tulia
nos trajo. Tablas que aceptó guardar, pues ella recogía
las cajas en la calle y trabajaba con las tablas gruesas para hacer butacos
y nos dejaba las más finas. Nuestros nombres quedaron como pinturas.
A pesar de que no teníamos pinceles, Tulia nos mostraba cómo
hacerlo con los dedos: Martela, Tulia, Anjo, Jova, Sara, Eduardo, Jana,
Ferdy, Zasa. Las pegamos a la pared de un pequeño salón
alargado que nos ofrecieron, un poco oscuro en el fondo, donde quedaba
el armario y cerca de la entrada contaba con una ventana desde la que
recibíamos un poco de sol cada día. Mientras Martela quería
parecer una dama exhibiéndose y hablando sin parar con su gruesa
y afinada voz de joven, Tulia, que sobresalía a mis ojos con un
cuerpo grandote y mirada sincera, hablaba poco y en voz baja. De ella,
no entendía lo que decía ni tampoco sabía si se estaba
dirigiendo a mí. Sus palabras parecían no alcanzar a salir
completamente de su cuerpo. Ellas dos querían tener tareas, ser
las primeras de la clase, tener cuadernos y recibir calificaciones periódicas.
Después de un tiempo Martela me pidió que como profesora
les contara algo, y se me ocurrió contarles el cuento de El Último
Traje del Emperador de Hans Cristian Andersen. Mientras les narraba la
historia, notaba que ellas más que escucharme me observaban. Como
si a lo que quisieran asistir ávidamente era al surgimiento de
mis palabras, como si fuera una materia que estuviera saliendo de mí.
Narrar parecía un puro acto físico. Los verbos decir, pronunciar
o escuchar y observar se indiferenciaban. Y la metáfora de lo invisible
del vestido del emperador en el cuento, resultó totalmente irrelevante
para ellas. Aquel día ellas se fueron sin despedirse después
de mirarme con extrañeza. Yo me quedé desconcertada y con
la sensación de estar perdida. Tulia siempre tenía libros,
que encontraba en la calle o compraba por doscientos o trescientos pesos;
otros los habíamos comprado para las clases. Después de
un buen periodo de compañía silenciosa, un día le
pregunté sobre el cuento que leía. Ella me narró
una historia un poco atomizada, mostrando sus emociones, pero lo más
sobresaliente era la riqueza en sus descripciones minuciosas. Parecía
haber puesto una lupa sobre los objetos. Era como si me estuviera mostrando
cosas. Tulia cada vez me mostraba más su curiosidad por todas las
cosas: astronomía, cocina, costura, televisión, biología,
historia, y se quedaba un poco frustrada por la cantidad de veces que
le contestaba, “no sé”, ante sus preguntas. Pensando
en su especial gusto por las historias que tenían animales, conseguimos
algunos libros de cuentos de los hermanos Grimm y de Hans Andersen y un
libro de fábulas, libros que ella no abandonaba y que incansablemente
releía y a veces copiaba.
1.3 La escuela: Si Anjo y Martela nos iluminaban en el teatro trechos
de un camino que podría dar lugar a sus palabras, Tulia nos mostraba
otro camino: con sus dedos iba regando dos o tres manchas de color, de
donde iban apareciendo, gallinas y pollitos. Las manos de Tulia acertaban
y la práctica de la pintura le ayudaba a dejar salir algunas palabras,
tarareos de canciones y hasta fragmentos de relatos que casi no se podían
escuchar. Aprendíamos entonces que la pintura y la escritura estaban
emparentadas para Tulia y que las palabras habitaban esas otras casas:
el teatro y la pintura. Todos los días al llegar a la casa de Cachivache,
Martela me contaba la novela Café. Esta era la antesala: me la
contaba en la calle, en la puerta de entrada, en la escalera, mirando
por la ventana, en el corredor. Y finalmente en el taller. Yo no siempre
la veía, pero ella me ponía al tanto: Martela en su narración
era Carolina Olivares, Martela Vallejo, la abuela de Sebastián,
ella era todos los personajes femeninos. Yo me volví su secretaria,
ella dictaba, sin ninguna clemencia, y yo copiaba rápidamente.
Este ejercicio que nació del encuentro cotidiano le permitía
a Martela jugar a ser cada uno de los personajes. Ella ensayaba a ser
una ejecutiva, una abuela, una joven universitaria, una empleada doméstica.
Sus primeras y exageradas actuaciones iban siendo cada vez más
mesuradas durante la narración, y con la práctica, Martela
pasaba de sus primeras narraciones caóticas y fragmentadas, inconclusas
siempre por la aparición de otro asunto, a nuevas y cortas historias
sobre el capítulo entero de la noche anterior, con ricas descripciones
y la presencia de elementos intangibles como aromas, sentimientos e ideas.
Gracias a que todos los días la prensa traía fotos de los
personajes de la novela, la pudimos ilustrar. Fue nuestro primer cuaderno.
Como estábamos en clase, entonces salimos a comprar los cuadernos,
los lápices, los esferos, los borradores, --siempre pocos--, los
tajalápices y los colores. Y claro, algunas cartillas escolares
que se sumaban a las que Tulia siempre consigue. Lo primero era marcarlos
como se marcan los cuadernos: Nombre del dueño: ¿qué
poner? ¿el nombre? O tal vez no, era revelar que se tenía
un nombre verdadero y un apellido, ¿hacía cuanto tiempo
no se escribía el nombre propio y completo? Curso: El curso era
algo raro, ¿qué poner? Cada quien lo resolvió como
quiso. A solas y en silencio Martela dudaba en el intento de escribir
su nombre. Después de risas nerviosas fue decidida a buscar su
cédula de ciudadanía y teniéndola en su mano como
si fuese un tesoro inútil, decidió decir su nombre: Rafael.
No conseguía ubicar las letras de su nombre y mostraba con sencillez
la foto de un joven muchacho parecido a ella. ”Martela se queda
silenciosa y espontáneamente le propongo un juego: Le cojo la mano
y ella la deja suelta como si fuera una muñeca. Se la extiendo
sobre un papel separándole los dedos y hago lo mismo con la otra
mano. Le junto los pulgares. Parecen dos alas extendidas. Con un lápiz
pequeñito voy dibujando la silueta. Ella está medio absorta
mirando por la ventana, mirando hacia un lugar fuera de casa, distante,
o tal vez dentro de sí. Cuando termino de dar la vuelta a sus manos,
su rostro se voltea y me mira. Ella se sonríe pensativa y se va
sin decir nada”. (Sanabria 1995). Quería decirle a Martela
que podíamos empezar por dejar la huella de sus manos en el papel,
abriendo un camino para aprender a leer y escribir, pero sin saberlo le
dije más cosas: creo que le dije que la aceptábamos como
Rafael o como Martela, y creo que acogiéndola con una línea
e invitándola a recogerse un poco, resultamos dibujando una pequeña
habitación para ella y al mismo tiempo sus alas. El lugar del profesor
se iba construyendo en el día a día, compartiendo experiencias,
al lado de los ñeros, al lado de Tulia, que con treinta y tantos
años de vida y experiencias, insistía en la literatura infantil.
Al lado de Martela, que sin proponérselo iba modelando nuestros
encuentros con sus personajes de telenovelas vividos en ejercicios de
oralidad. Con Sara, que vencía su tremenda timidez y después
de que su compañero saliera de la sala, me repetía “yo
sí quiero estudiar”. Con Anjo, que prefirió llamarme
la profesora pollito, para distinguirse de los demás “tan
infantiles” y así huir de su tímido y sincero deseo
de “mejorar la ortografía”. Al lado de quienes iban
al taller y daban los buenos días o tiraban una puerta para llamar
la atención. Al lado de Zasa, Carlos, Ferdy, Judy y tantos otros
que se acercaban al taller diciendo que querían leer y escribir,
que no sabían, que se les había olvidado, que cómo
era, que nunca les enseñaron, que tal vez si les enseñaran
bien…. Entonces mis investigaciones sobre métodos de alfabetización,
me retornaron al pensamiento y experiencias del maestro de maestros, Paulo
Freire. La idea que sostiene que la lectura de la palabra, en términos
alfabéticos, es precedida por la lectura del mundo surgió
de la propia experiencia del autor, habiendo comenzado a estudiar y “alfabetizarse”
ya adolescente, cuando al mismo tiempo que leía el mundo, accedía
al ejercicio de leer las palabras. La lectura de La construcción
de la escritura en el niño desarrollada por Emilia Ferreiro me
ilustraba la idea de un aprender a leer y escribir, como la aproximación
y adquisición de un sistema de representación alfabética
del lenguaje, presuponiendo en ese proceso, el encuentro de aportes de
cada sujeto aprendiz, aportes del sujeto profesor y la aceptación
conjunta de una serie de reglas propias de dicho sistema. En esta configuración
del aprendizaje, las concepciones propias de cada una de las partes sobre
el sistema de representación al que aspirábamos a acceder,
matizaban y mediaban el camino para aprender. Adicionalmente, la ya antigua
llamada “Nueva Pedagogía”, escuela en la cual se inscribió
con grandes aportes Célestin Freinet, nos hacía un llamado
a la valoración de la escritura personal y voluntaria de cada sujeto,
escritura designada libre. La búsqueda conjunta y particular del
proyecto personal de cada estudiante, llamada por el autor como “Tanteamento
Experimental” y la perspectiva de una escuela abierta a la vida
nos ayudaron a bocetar un taller de lenguaje donde todos cabíamos:
los jovencitos, los largos , los parceros sanos y no sanos, los chinches
y hasta los ya cuchos . Cada uno podría empezar su proyecto. Como
aprendiz de Freinet y como “profe” no dejé de imaginar
una pequeña imprenta en el taller, que nos mostrara la materialidad
de las letras, de las palabras, que nos ayudara a pasar a los otros nuestros
escritos, como cuerpos entre cuerpos. Estos autores con sus planteamientos
fueron dándonos herramientas que aprendíamos a tener como
en un baúl invisible. Varias veces pensamos con los otros profesores
del proyecto, que nuestro trabajo se parecía al del “culebrero”:
ese personaje de la cultura popular colombiana, que iba de pueblo en pueblo,
instalándose en las plazas o mercados, atrayendo y encantando a
la gente con sus palabras, y que cargado de remedios, pomadas y oraciones,
iba ofreciendo con la agilidad de las culebras la pomada y el rezo preciso
para cada caso. Íbamos consiguiendo libros de historia con imágenes,
un lindo y sencillo diccionario de español, un atlas geográfico
con mapas de colores, revistas Selecciones, libros con poemas, los cuentos
de García Márquez, de E. Allan Poe, cuentos policíacos,
y comics entre otros. También conseguimos libritos miniaturas de
refranes, adivinanzas, canciones, proverbios, salmos, remedios caseros,
agüeros para el amor, frases para enamorar y otras curiosidades que
Tulia me acompañaba a comprar en la carrera décima, y que
cada uno se iba echando al bolsillo. Tulia después de ojear el
atlas y algo de historia, siempre volvía a los cuentos de hadas,
a los hermanos Grimm y a Hans Andersen, a las fábulas de Esopo,
a los refranes y retahílas populares. Los cuentos de hadas parecían
no cansarla leyéndolos reiteradamente, copiando algunos apartes
y dibujando sus personajes y escenas. Estas historias fueron el principal
tema de sus primeras pinturas. En las tardes, ella asistía a las
clases de pintura e iba recreando los pequeños príncipes
con espadas y las monstruosas madrastras y brujas de sus cuadernos. Ahora
ella experimentaba formatos mayores y pintaba con crayolas, carboncillos,
colores, acrílicos, y lápiz, sin reparo. A veces las técnicas
se mezclaban insólitamente y Tulia iba lentamente mostrándose
y afirmándose como lectora-pintora. Martela, después de
hacer su primer cuaderno ilustrado con el tema de la telenovela Café,
quería participar de las clases mientras encontraba un lugar para
estudiar belleza; por el momento dibujaba los cosméticos, recortaba
de las revistas los diferentes peinados, copiaba las marcas de los productos,
los rostros de los modelos, los de las modelos y jugaba con las letras
empezando cada vez un cuaderno nuevo. Recortaba letras de todos los tamaños,
armaba torres con ellas, las ponía alrededor del último
“papis” que encontraba, las ponía al derecho, al revés,
las nombraba o preguntaba cual eran, pero no parecía muy entusiasmada
con el propósito. Cuatro meses después de empezar a trabajar
juntas y después de haber desistido de mostrarse como la alumna
estrella y sin saber cómo conseguirlo, me dijo mirando sus recortes:
“¡ah! Rosario, yo no les pongo mucho cuidado a las letras…
Pero a los hombres sí les da envidia que las mujeres se pongan
bonitas!¿no?” (Sanabria 1996). Martela estaba preocupada
por los hombres, por las mujeres, por ella, por su belleza, por su cuerpo,
por sus intereses sexuales, por el interés de ella en ser mujer,
por el interés de los hombres en ella, y en realidad recortar letras
e intentar organizarlas para poder leer “Martela”, parecía
tener poco o nada que ver con sus intereses. La narración de la
telenovela Café, le permitía ensayar a ser varias mujeres,
a estar en frente de los hombres que se relacionaban con ellas, le permitía
ser varias y tener una voz múltiple. Martela jugaba con dos cabos
sueltos, que hasta el momento no sabíamos como atar. Pero ella
quería seriamente ser alumna de lectura y escritura y quería
expresar seriamente sus ideas. Sara e Igor, que siempre estaban cogidos
de la mano, se acercaban cada vez con más frecuencia al taller.
No sabría calcular la edad de ellos, porque cuando se vive en la
calle, la edad cronológica no dice mucho. Supongo que Igor tenía
cerca de veinte años y Sara debía tener unos diez y ocho.
Igor me dice que terminó la primaria y Sara no sabe escribir su
nombre. El primer día que nos vimos hablamos un poco sobre los
intereses de cada uno e Igor habló de su interés por la
historia y la poesía. Sara se quedó callada. Ya cuando iban
saliendo, ella se devolvió sin él y me dijo “yo sí
quiero estudiar”. Parecía una niña de pocos años.
En nuestro pequeño salón alargado, íbamos juntando
tres butacos, un pupitre individual y otra mesa en la que cabían
tres o cuatro personas y que acercábamos a la ventana. Ahí
nos sentábamos casi siempre con Tulia. Al fondo, donde estaba el
armario y aunque era más oscuro, con frecuencia alguien llevaba
una silla para allá. Y a veces se quedaban dormidos. Siempre que
estábamos trabajando, o estudiando, como algunos decían,
cerrábamos la puerta. Así nos aislábamos un poco
de las peleas en el patio y de los gritos y barullos que salían
del taller de teatro. Del movimiento incesante de las mañanas,
unos entrando y otros saliendo, sin horario fijo, con las peleas por una
cobija robada, por el turno del lavadero o la ducha, por la propiedad
de las cuerdas para la ropa, los estragos de los perros de Tulia que a
veces se colaban y Martela en su trabajo de ordenar la casa, lavando el
patio y coqueteando o peleando, o por otras tantas razones que no faltaban,
habíamos pasado a un momento de calma. Ya no se oían las
patadas que recibía la puerta diariamente anunciando la llegada
de alguien, Martela hacía rápido su trabajo de aseo para
subir a “hacer la clase”, Anjo y Jova se reunían para
hablar de sus negocios sin provocar a los demás, Tulia tenía
que dejar los perros afuera, y los nuevos visitantes de cada día
se iban acomodando al nuevo ritmo. Con el día a día aprendíamos
a trabajar con la puerta cerrada para tener un poco de privacidad y quien
entraba cerraba de nuevo la puerta. Un día resolvimos lavar la
puerta y descubrimos que era blanca, con unas celosías que aún
con la puerta cerrada se podían dejar abiertas y nos entraba más
luz. Con Nilson conseguimos tierra y sembramos geranios y hierba buena
en los cajones que colgaban de las ventanas. La casa ya era conocida para
los ñeros. Algunos reposaban allí por un día, otros
por una semana y otras veces se quedaban intentando alguna cosa un tiempo
mayor. En oposición a las normas de la vida en la calle, fuimos
construyendo una escuela donde las palabras fueran apreciadas sin ninguna
condición y sin juicios de valor. Esto quería decir que
allí se podía decir todo, en silencio, en la conversación,
sobre el papel, sin pena y sin temor.
2. ANTONIO NAÑERO
“En nuestro primer encuentro Tulia me extiende la mano mientras
recorre mi cuerpo de pies a cabeza con su mirada, deteniéndose
por un instante en mis ojos. Siento su mano de piel gruesa y seca. Después
de decirle mi nombre, ella dice algo que no entiendo y tampoco me queda
claro si se estaba dirigiendo a mí. Me quedo pensando si ella tiene
dificultades para hablar y hasta me pregunto si no será muda”
(Sanabria 1994).
2.1 Las fundadoras: Tulia y Martela fueron fundadoras
del Proyecto Cachivache y ayudaron a buscar la casa en el barrio la Candelaria.
En nuestro primer encuentro, Tulia sobresalía a mis ojos con su
cuerpo grandote y mirada sincera, hablando poco y en voz baja. A los pocos
días de que nos presentaran, ella llevó al taller dos libros
que eran de su propiedad. Eran dos cartillas escolares que estaban sucias
y viejas y me contó que las había comprado por trescientos
pesos. Después de un rato compartido con pocas palabras, me mostró
sus libros deteniéndose en las ilustraciones. Estas la estimulaban
a expresarse con emotividad, con gestos y palabras y hasta resultó
cantando un poco cuando encontró la lámina de una rana.
Se notaba que ella conocía muy bien sus libros y se mostraba animada
enseñándome con especial interés las imágenes
de animales que iba encontrando. Desde los inicios de esta experiencia,
la relación con Tulia estuvo moldeada por el juego. Las primeras
veces que nos encontrábamos en la casa de Cachivache, en la escalera
o en el corredor, ella me decía cosas que yo no entendía.
Con el tiempo fui descubriendo que me proponía juegos de palabras
o adivinanzas. A veces me cantaba algunas frases que yo no lograba escuchar
bien. Íbamos consiguiendo libros de historia con imágenes,
un lindo y sencillo diccionario de español, un atlas geográfico
con mapas de colores, revistas Selecciones, libros con poemas, cuentos
de García Márquez y de E. Allan Poe, cuentos policíacos,
y comics. La presencia de estos primeros libros fue colaborando en el
acercamiento de los visitantes al taller de lenguaje. Tulia, especialmente,
se mostraba estimulada para saber con qué material contábamos,
quería ver todos los libros, ojearlos, pasarles sus manos por encima
y saber qué íbamos a hacer con ellos. Cada mañana
Tulia llegaba temprano. Desde la esquina anterior a la casa, la veía
venir con su grupo de perros atados a cabuyas y cuerdas que ella anudaba
y dominaba con fuerza. Federico, el coordinador del proyecto, le había
autorizado entrar los perros a la casa pero dejándolos en el primer
piso, en el patio. Luego de dejar los perros en el patio, nos encontrábamos
con Tulia en el salón que teníamos para el taller de lenguaje.
El sol nos visitaba y por lo general, Tulia y yo nos sentábamos
en la mesa que poníamos cada día al costado de la ventana.
Los primeros días la veía ojeando revistas y pasaba un buen
tiempo mirando los cuerpos de los modelos jóvenes con ropa de moda
y peinados novedosos. A veces ella estaba muy brava, pero cada vez más
visitaba el taller con buen ánimo. Si en el salón había
visitantes nuevos Tulia se intimidaba y no siempre entraba porque con
frecuencia ella era objeto de burlas e insultos por parte de los grupos
de jóvenes que la trataban de “gorda cria-perros” y
“loca”. Ellos disfrutaban molestarla y amenazarla con maltratar
o robarle los perros, que eran su compañía. Con frecuencia
Tulia me quería mostrar alguna cosa, un libro, una ilustración
de un animal, una oración religiosa impresa que había encontrado
por la noche en la calle o simplemente me esperaba para ver si había
llegado con más libros. Sin embargo, cruzábamos pocas palabras.
Ella visitaba diariamente el taller de lenguaje y aunque mostraba interés
en comunicarse conmigo, hablaba cortando las palabras y en tan bajo volumen
que rara vez le entendía algo. Balbuceaba siempre con la cabeza
agachada.
2.2 Las palabras y el cuerpo: Pasé un buen tiempo sin escuchar
muy bien lo que Tulia hablaba. Me preguntaba cada vez si ella no pronunciaba
correctamente las palabras o si no las completaba. Por el contrario, ella
me entendía todo muy bien y se interesaba por las cosas que yo
le decía y le mostraba. Pasábamos el tiempo mirando pinturas,
láminas, mapas y libros de cuentos. Ocasionalmente empecé
a hacerle pequeñas sugerencias o plantearle preguntas, pero ella
entonces se mostraba un poco nerviosa. Un día me mostró
un cuento que solo tenía imágenes. Yo pensé que podíamos
hacer el ejercicio de narrar una historia, pero ella pensó diferente,
ella narraba una historia con cada imagen. Las imágenes presentaban
como personaje principal a un niño o pequeño príncipe
y me animé a preguntarle el nombre de este personaje. Después
de que ella había estado tan dispuesta a compartir conmigo el paseo
por este libro, se puso un poco nerviosa y se mostró molesta retirándose
del ejercicio. Con el tiempo, Tulia fue tornándose cada vez más
relajada y si no entendía algo o le nacía una curiosidad
me preguntaba y hasta con cierta impaciencia. Ella necesitaba una respuesta
y rápidamente, como los niños. Me preguntaba cosas de todas
las áreas: de astronomía, de amor, de cocina, de la ciudad,
de la televisión, etc., y se quedaba un poco frustrada cuando le
decía “no sé”. Después de casi seis meses
de trabajo conjunto, una mañana Tulia, en un acto de confianza,
me dejó conocer su patecabra. Ésta se presentaba como un
artefacto o cuerpo que superaba la potencia de su cuerpo, un cuerpo que
ampliaba su cuerpo y que la defendería de posibles agresiones verbales.
Esta situación ilustraba una especie de economía de fuerzas
y palabras en busca de equilibrio. En esta misma dirección, pensé
que el cuerpo de Tulia, viviendo en la calle, padecía siempre de
excesos: de frío, de hambre, de miedo, de falta de palabras y de
falta de protección, y que posiblemente ante la necesidad de contrarrestar
esta situación que minimizaba la potencia del cuerpo, se acudía
a otro cuerpo que la ampliara.
2.3 La lectora: En el taller de lenguaje pasábamos cada día
un par de horas juntas y Tulia había empezado a tomar sus propias
decisiones sobre lo que quería hacer. Varias veces me encontré
a su lado mientras ella leía en voz baja, solo para ella. Era difícil
entender lo que leía porque además del bajo volumen, no
hacía las puntuaciones. Leía todo con el mismo tono, deteniéndose
cuando se quedaba sin aire y uno la veía completamente retirada
del mundo, pues nada de lo que ocurría afuera tenía importancia.
Ni las peleas cotidianas por el turno del lavadero, ni los golpes en la
puerta que daba alguien que quería hacerse notar, ni las conversaciones
que teníamos los que estábamos a su lado la interrumpían.
Yo me quedaba pensando, que contrariamente a lo que parecía, Tulia
también estaba conversando. Conversaba con las voces del libro
que tenía entre sus manos. Y era sobresaliente como esas silenciosas
conversaciones, eran más cautivadoras que las conversaciones que
teníamos los que estábamos a su lado. Sin embargo, nosotros,
los que estábamos a su lado, Martela, Sara, Jany y yo, representábamos
en esos momentos una especie de respaldo, de terreno firme al que ella
podía volver en cualquier momento. Le asegurábamos un estar,
le ayudábamos a construir un lugar donde ella, contando con nosotros
y al mismo tiempo olvidándose de nuestra presencia, pudiera salir
al encuentro de sí misma, en conversaciones con esos otros. Si
pocos eran los que querían conversar con Tulia, ella resistía
a la discriminación y la burla con la compañía que
le proporcionaban sus cuentos. En alguna ocasión, ella había
estado leyendo durante largo rato en el taller. Yo había participado
de una reunión de equipo de trabajo en la oficina de la casa, y
desde allá la observaba como resguardada en una especie de burbuja
construida entre ella y el libro que tenía entre sus manos. A veces
interrumpía su lectura y se asomaba por la ventana para mirar qué
estaba ocurriendo en el patio, donde se encontraban sus perros. Cuando
la reunión terminó, volví al taller y le pregunté
de qué se trataba el cuento que leía y ella hizo una narración
un poco atomizada y llena de emociones que comunicaba con su rostro colorado.
Sus explicaciones y descripciones estaban llenas de detalles, como si
al leer colocara una lupa sobre las cosas. Y cuando narraba los acontecimientos
del cuento, se detenía en los personajes y parecía como
si me estuviera mostrando algo, una cosa.
2.4 Copiar y copiar: A pesar del alboroto de la gente en el primer piso
y los insultos que de vez en cuando alguien le lanzaba a Tulia, ella permanecía
en su cuento. La Bella Durmiente, El Loro Sabio, Raponcel, los enanos
de Blanca Nieves, y los animales de las historias de los hermanos Grimm,
eran su compañía. La veía copiando los cuentos en
cualquier papel que sacaba de entre sus pechos, que recogía de
lo que habíamos dejado sobre la mesa o que retiraba de la caneca.
Esa práctica de copiar y copiar los cuentos me dejaba pensando,
pues me recordaba cuando yo era niña y hacía lo mismo. En
alguna ocasión, cuando contaba con unos siete años de edad,
copié una versión extensa de Alí Baba y los cuarenta
ladrones, cuento que me dejaba maravillada, porque cada vez que se pronunciaban
dos palabras: ''ábrete sésamo'', la poderosa cueva que guardaba
los más valiosos tesoros, se abría. Un par de palabras vencían
el peso de una enorme roca. Y después de pasar semanas trabajando
cotidianamente en este propósito, le llevé la copia a mi
profesora, quien de alguna manera se desconcertó o poco le interesó.
Ella no dijo nada y yo me quedé con el sentimiento de que algo
me hacía falta. Años después encontré otras
palabras que me ayudaron a explicar lo que sentí: “Cuando
alguien con la autoridad de un maestro, describe al mundo y tú
no estás en él, hay un momento de desequilibrio psíquico,
como si te miraras en el espejo y no vieras nada”. (Rich Adrienne.
En: Rosaldo 1991). Pues Tulia hacía lo mismo, copiaba los cuentos
que le gustaban. Muchas veces esas copias se le quedaban en el taller,
otras veces se le perdían, y a veces las mantenía ocultas
entre sus cosas durante varios días. Copiar… y copiar…
Copiar lo que a uno le gusta: recoger de un lado las letras impresas y
ponerlas en otro papel. Pero, ¿qué es lo que nos gusta?
Intervenir aunque fuese físicamente la existencia de esas historias
que parecían inaprensibles. Tal vez copiar esos cuentos nos hacía
sentir en contacto con historias que de alguna manera ya conocíamos,
o sea, algo dentro de nosotras las reconocía como propias. Entonces
podríamos pensar que nos gustan porque nos copian, y que son ellas
quienes nos leen. Y el ejercicio de pasar a la letra de uno -con la mano
cogiendo un lápiz- lo que está en las letras impresas, para
llevarlas a otro papel, ¿eso para dónde iba? Todo esto parecía
ser una cadena de cuerpos y puentes entre los cuerpos que se ligaban para
dejar pasar las palabras. Entre las cosas que Tulia llevaba al taller,
un día llevó un recorte, donde para mi, había “unos
niños con unos pajaritos” pero ella dijo: “es la historia
de los amigos de los pajaritos”. Ella, ante su necesidad de integrar
los pajaritos a la vida de los niños, los hizo amigos de los niños,
y adicionalmente, nombraba los niños, en tanto eran amigos de los
pajaritos. Finalmente me quedé pensando que los personajes importantes
para Tulia, eran los pajaritos, aunque para mí lo fueran los niños.
”Tal vez las lecturas de historias con animales le recuerdan a Tulia
su vida en el campo, su pasado, su infancia. Quizá Tulia reemplace
la falta de gente que la reconozca, le hable y la trate como amiga, recurriendo
a los animales para no sentirse sola. Por esto comparte su vida con los
perros. Puede ser que alguna vivencia de su infancia al lado de los perros,
las vacas, los pollos, se haga vigente en su relación con la literatura”.
(Sanabria 1995). Cada vez nos relacionábamos más a través
de juegos. Competíamos en la creación de versos y refranes,
rememoración de canciones, adivinanzas y trabalenguas. En una oportunidad,
en medio de la competencia repitiendo refranes, ella me comentó:
“el perro y el caballo son los amigos del hombre”. Se rió
y luego se quedó muy seria mirándome a los ojos. Permanecimos
en silencio. Después, pareciendo encontrarse lejos, muy lejos,
se paró sin mirar a nadie y se fue sin decir ni adiós. En
otra ocasión Tony, uno de los perros de Tulia, subió al
segundo piso una mañana y entró al taller donde teníamos
unos afiches y papeles en el piso. Ella quiso detenerlo y me reclamó
diciéndome que “él no es bruto”, que el problema
era que yo había dejado todo tirado y que a pesar de eso, él
había pasado con cuidado sin dañar nada. Me quedé
muda. Su inmediata defensa me causó admiración. No era la
primera vez que pensaba que Tulia humanizaba sus perros: ella parecía
hablar de un niño cuando explicaba que no era bruto y adicionalmente
el perro le respondía de manera asombrosa. Tony había pasado
con cuidado, sin pisar los papeles, hasta llegar donde ella. Sí
Tulia y yo copiábamos los cuentos porque de alguna manera ellos
nos copian, y si Tulia tendía a humanizar los perros y los pajaritos,
podríamos pensar que en las historias con animales, tendíamos
a animalizarnos. Es decir, que esas historias nos recordaban cuanto podíamos
tener de animales, nos remitían a ese ser primario que vivía
dentro de nosotras y esto nos identificaba.
2.5 Todavía soy pintora: En las tardes, Tulia asistía al
taller de pintura e iba recreando los pequeños príncipes
con espadas y las monstruosas madrastras y brujas de sus cuadernos. Ahora
ella experimentaba formatos mayores y pintaba con crayolas, carboncillos,
colores, acrílicos, y lápiz, sin reparo. A veces las técnicas
se mezclaban insólitamente y Tulia iba lentamente mostrándose
y afirmándose como pintora. La casa de Cachivache organizaba periódicamente
una semana de puertas abiertas, donde se exponían los trabajos
realizados en los talleres. Tulia sobresalía cada vez, como la
más productiva en el taller de pintura. Había pintado a
“Federico”, el coordinador del programa, a la profesora de
pintura, “Cecilia con muletas”, porque se había fracturado
una pierna, a un locutor deportivo de televisión, al que llamó
“señor Gol”, “Una pareja” y “Unos
pollitos”. En esta segunda exposición de puertas abiertas,
algunos periodistas visitaron la casa y entrevistaron a la directora del
proyecto. A los pocos días, salió en la prensa un conjunto
de fotos de los cuadros de Tulia y unas palabras sobre el Proyecto Cachivache.
Cuando leí la nota, tuve el impulso de cortarla y llevársela
a Tulia. Una vez llegué a la casa de Cachivache, la busqué
y le comenté que había salido un artículo en el periódico
sobre la exposición y antes de poder hacerle algún comentario,
ella me interrumpió diciendo: “Se adelantaron Rosario, han
debido esperar que yo me muera. Yo todavía soy pintora” (Sanabria
1995: 19). Tulia pensaba que se habían adelantado, argumentando
aún estar viva, probablemente porque se referían a ella
a través de la escritura. Como si la escritura tuviera relación
con la muerte. Nos recordaba que la escritura fija y por esto se podría
decir, “eterniza”, lo que ya incluye una idea de muerte. Además
porque lo que ha sido fijado, presenta una suerte de resistencia a la
transformación, idea también cercana a la muerte. Adicionalmente,
estas ideas contrastaban con la vitalidad con que ella se expresaba oralmente,
y más aun cuando hacía su reclamo diciendo que aun estaba
viva, acudiendo a la práctica pictórica. Ella había
dicho “todavía soy pintora”. Resultaba relevante el
hecho de nombrarse como pintora, no solo por la convicción con
que ella se identificaba con el oficio, sino también porque la
pintura representaba una opción de ser para ella, y de ser en vida.
En este aspecto la pintura y la oralidad se mostraban similares, ellas
eran vida, en la medida en que eran siempre una nueva y única versión.
Por el contrario, la escritura alfabética fijaba, brindando la
opción de encontrar, cada vez, una misma versión; en un
cierto sentido, pues no podemos desconocer la renovación que vive
cada texto, en la siempre nueva lectura. Cuando Tulia pintaba los butacos
que vendía, cuando pintaba sus cuadros en el taller de pintura,
o cuando ilustraba las historias de animales en sus cuadernos, con frecuencia
iban surgiendo sus palabras en forma oral. Me hacía pensar que
pintar y expresarse oralmente hacían parte, en este caso, de una
especie de performancia, en donde estas vías de expresión
estaban integradas. Después de varios meses de práctica
en el taller de pintura, una actividad permanente de lectura y algunas
prácticas corporales, Tulia empezó un proceso de recreación
de su historia de vida, y su niñez se tornó tema de conversación
y de reflexión permanente. Ahora ella me buscaba más para
hablar y me interrumpía cuando estaba trabajando con otras personas.
Los cuentos de hadas y las historias con animales la estimulaban para
hablar sobre cómo era su vida en el campo, cuando vivía
en una casa grande donde tenían animales. Era la casa de su padrastro
y ella tenía como función cuidar los animales. Cuidaba las
vacas, los perros y los pollos.
2.6 De memoria: Habían pasado casi ocho meses y
venía encontrándome con Tulia a cada mañana. Compartíamos
momentos diversos, de silencio, de juego o conversación y de complicidad.
Me sentía a gusto a su lado, y cuando pasaba un par de días
sin que ella asistiera al taller, yo la extrañaba y a veces me
preocupaba. Algunas veces sentí que el olor de su cuerpo me fastidiaba,
pero solo ahora se lo decía. Hice conciencia que ella había
tomado el hábito de bañarse y lavar su ropa, gracias a la
compañía de Marlene, la trabajadora social que promovía
amorosamente el cuidado de los cuerpo, sabiendo que promovía al
mismo tiempo el cuidado del alma. Sin embrago, en este momento, por alguna
razón Tulia volvía a descuidarse. Adicionalmente, en el
último periodo ella estaba irritada a menudo y no la veía
con la misma frecuencia en el taller. Este periodo coincidía con
la activación de su memoria. En el taller de pintura, me contaba
la profesora, permanentemente estaba evocando sus hermanas, y algunos
eventos que habían vivido con ellas. En una ocasión, estando
en el taller de pintura, ella sintió un fuerte olor a café.
Rápidamente dispuso de una escalera para buscar en el tejado del
taller, creyendo que allá iba encontrar los bultos. Bultos de café,
como cuando ella era niña y en su pueblo sacaban el café
para secarlo al sol y luego lo almacenaban. Nada la contuvo, ese aroma
la había trasportado espacial y temporalmente, y ella no pudo más
que acudir en busca de lo que en ella estaba presente.También habíamos
estado hablando sobre el tiempo en que ella asistía a la escuela,
siendo una niña. Me contaba cómo era la casa de esa escuela
y recordó que se iba a pie con una hermana todas las mañanas.
Le pregunté si quedaba lejos y me dijo que “el monte, a donde
quedaba la escuelita, quedaba como de aquí a la iglesia de Belén”.
También contó que cuando hablaban o hacían mal las
tareas, la profesora las golpeaba en los dedos con una regla. Otro día,
ella subió a la escuela a media mañana y me mostró
unos dibujos que había hecho. Cuando le pregunté donde había
visto el carrito rojo que aparecía en el dibujo, se puso brava
y me dijo: “no quiero recordar ni mierda, Rosario”. Después
me dijo que contar historias de personas que uno conocía era de
mal agüero y que era por eso que a ella le empezaba a doler la cabeza.
Después me dijo: “Mejor yo leo los cuentos Rosario, no quiero
recordar ni mierda”. Haciendo una competencia de refranes, como
tantas otras veces, Tulia ganó el juego sin mostrar ninguna emoción,
y sin la alegría que esto le proporcionaba anteriormente, me dijo:
“hágalo sola p`a que el tigre se la coma”.., y siguió:
“el tigre se comió a mi bebé, él se quedó
allá en mi país, en el Huila”. Tulia retomaba contenidos
de su vida y los enunciaba espontáneamente. Había iniciado
un proceso de traer al presente recuerdos de su vida pasada que habían
permanecido guardados durante años y que tocaban su ser más
íntimo. Los juegos de palabras que habíamos practicado,
se tornaban antesala de contenidos de su memoria que retornaban con fuerza.
Esta fuerza reveladora de sí, la dejaba un poco desconcertada y
yo la veía con frecuencia malhumorada y peleando en el primer piso.
Con frecuencia dejaba de asistir a la escuela. En el mismo periodo, a
la salida del taller de teatro me visitó una mañana. Se
quedó mirando unos afiches de salón de belleza que había
traido Martela y me dijo: ”Ay Rosario, yo me quiero pintar el pelo,
ser otra, no tener carro ni perros y tener una casi…ta, o tener
otro carro y otros perros, p'a que otro me quiera. Chao Rosario, no voy
a estar aquí más, porque lo vuelven a uno loco. Quiero tener
una pieza con mis pinturas, invito a la gente a mi pieza, o a ustedes,
no a gamines. Y vendo mis pinturas y listo” (Sanabria 1996). Uno
la veía imbuida en si misma, como si las cosas en su interior estuvieran
solicitándole un camino para salir y ella un poco sorprendida de
sí y de su mundo interior que se abría paso, se mostraba
incómoda y nerviosa. La burbuja que parecía resguardar a
Tulia cuando se sentaba a leer en el taller de lenguaje, parecía
envolverla ahora permanentemente, al mismo tiempo que se quebraba, haciendo
contacto con su vida del presente. Quería pintarse el pelo, tener
otra imagen de sí, ser otra persona, tener otra historia. Estaba
deseando tener un amor que la viera como otra, o que la ayudara a renovarse.
Estaba queriendo huir y en lugar de recordar, prefería quedarse
leyendo cuentos. Acudiendo a todo lo que estaba viendo de sí, quería
pintar, bajo un techo que la protegiera. Cuando ella quería reemplazar
sus propios recuerdos por los relatos de los cuentos que leía,
me hacia pensar de nuevo que algunos contenidos de estos cuentos ya le
pertenecían, como el aroma de café que su memoria le había
proporcionado como un hecho del presente. Al tiempo que releía
los cuentos de hadas y parecía estar huyendo de su mal humor, Tulia
pintaba en gran formato las princesas y bellas durmientes. Uno podría
pensar que si Tulia quería pintarse el pelo y ser otra, como ocurre
en los cuentos, gracias a un embrujo o unas palabras mágicas, tal
vez ella estaba queriendo salir de un estado para ser otra, como le solía
ocurrir a las princesas. “Con Tulia nos vemos y ella está
con frecuencia en el salón, pero hace días no estamos solas,
no conversamos las dos. No sé que esta viviendo ahora pero empieza
cosas y las deja, siempre esta con hambre y sueño. El sueño
la tumba. También creo que no hay algo que la atrapé. Ella
evoca su pasado y sus vivencias de niña en todo los que hacemos.
Cuando le he propuesto que hable de esos recuerdos fuera de un ejercicio
dice claramente que de “eso” no quiere hablar. Yo le sigo
llevando cuentos, ella lee y dibuja siempre”. (Sanabria 1995).
2.7 Entre hadas y animales: Tulia vivía en un mundo
que no era precisamente de hadas. Sin embargo, la evocación de
lugares remotos en frases como: ...Vivió hace mucho tiempo…,
En un bosque lejano… o, Erase una vez… hacía que ella
tomara distancia de su entorno inmediato para encontrarse con fragmentos
su ser más íntimo representados en aquellos personajes como
la princesa buena, el lobo feroz, la bruja mala, todos ellos personajes
del mundo de las hadas. Esta evocación de un tiempo remoto y la
descripción de un lugar de ensoñación y fantasía,
diferente y muchas veces opuesto al mundo real, llevaban a Tulia a deslizarse
cotidianamente a instancias remotas de su ser, le permitían transportar
sus propios conflictos, sus grandes y pequeñas inquietudes sobre
cómo era y como hay que ser en la vida. Con tan pocas voces que
la acompañaban en su día a día, Tulia se encontraba
en sus lecturas de países lejanos, con variados personajes en diferentes
situaciones de la vida, que se tornaban si no sus interlocutores, si oportunidades
para que partes de su ser dialogaran y tal vez llegaran a acuerdos. Al
encontrar los sentimientos y rasgos del carácter de los personajes
en forma separada (el príncipe bueno, la bruja mala, el sapo fiel
o la cigarra traidora), como no acontecía en la vida de todos los
días, Tulia intentaba ordenar el caos que a veces la embargaba
e indisponía en su vida cotidiana. En varias ocasiones la vi llegar
muy malhumorada al taller, renegando contra alguien que la había
ofendido o robado alguna cosa y tratando de poner al lado de esta situación
su generosidad en el parche o su respeto por los objetos ajenos. Seguidamente,
la lectura de los cuentos de hadas la calmaba poco a poco. Ella interrumpía
su lectura y me hacia comentarios hallando similitudes entre los animales
de los Hermanos Grimm y los demás visitantes del taller y de la
casa. La veía salir más liviana del salón. Tal vez
con más ánimos para volver a ensayar a superar sus conflictos
o remediar sus desencuentros con alguien. Tulia estaba elaborando cosas
de su vida más íntima, al tiempo que se entrenaba para la
práctica de la vida cotidiana. Abandonando por un cierto periodo
las princesas y las brujas, ella pasó a vivir un periodo de gran
interés por los cuentos con animales y cargaba pegado a su cuerpo
un libro de cuentos de los hermanos Grimm. La fuerza del león parecía
impresionarla bastante. Tenía una lámina de un león,
de formato mediano, que doblaba dos veces para guardarla también
entre sus pechos. Venían a su mente cantos y refranes con leones.
El asunto pareció quedar resuelto cuando después de haber
hecho varios pequeños leones en sus cuadernos de rayas para la
escritura, pasó a hacer en el taller de pintura un gran león
de melena poderosa y colorida. Por el mismo periodo Tulia pintó
a Cecilia, la profesora de pintura y a Federico, el coordinador del proyecto.
Cecilia aparecía en el centro del cuadro, con rostro de expresión
tranquila y en armoniosa convivencia en un mundo de grandes animales y
pequeños árboles. En otro cuadro, Federico, estaba parado
con un objeto en la mano, que sugería ayudarle a controlar un entorno
de fuerzas en acción. Cecilia la acompañaba en su práctica
pictórica, mientras Federico, le ayudaba a vivir en un pequeño
mundo donde las normas la protegían de las fuerzas de los otros
y de sus propios impulsos. Estos dos cuadros pertenecen a la misma serie
de princesas, parejas en la montaña, y animales feroces. Después
de un año de contacto, Tulia aprovechaba el silencio que lográbamos
defender en el taller de lenguaje, para contarme en voz baja apartes de
las historias que leía. Se emocionaba con eventos y personajes
a tal punto, que a veces esperaba, casi aguantando, a que terminara de
trabajar con sus compañeros para estar a solas y contarme un poco.
Otras veces le bastaba copiar apartes de estas historias, quedándose
a solas, o dibujar sus personajes sobre las rayas hechas para la escritura,
sin reparar en su entorno inmediato.
2.8 De libritos y derechos: Como recortar y pegar eran ejercicios cotidianos
en el taller, con frecuencia nos proponíamos hacer un collage grande
entre los que estuviéramos presentes ese día. Aprovechábamos
las revistas que había, de moda o publicidad y alguien escogía
el tema. Sara, una joven que no sabía escribir su nombre, mostraba
tímidamente su auténtico interés en participar. Acercó
unas revistas del armario y sin preguntar nada empezó a recortar
la primera con las tijeras que le había prestado. Tulia intervino
rápidamente quitándole la revista y diciéndole: “¿No
ve que los demás tienen derecho? ¡Como los libros no tienen
boquita para decir: no me dañen! ...Es como con los perritos”.
Sara había cortado una revista de historia y Tulia, que cuidaba
los libros como “a los perritos”, no pudo evitar detenerla.
Podía constatar por experiencia propia, a través de su lectura,
que los libros tenían voz, aunque no tuviesen boca. Los libros
que leía representaban voces; voces que la acompañaban silenciosamente
en medio del ruido del mundo que no le hablaba a ella, voces que le hablaban
en un mundo que la ignoraba. Voces que ella no iría a ignorar,
como no podía ignorar a los perros que la acompañaban en
un mundo que la dejaba sola, aislada de los otros. En el acto de leer,
Tulia parecía experimentar su verdad más íntima,
al mismo tiempo que su humanidad compartida. Este ejercicio de intimidad,
de construcción y recreación de su propia subjetividad,
le daba paso al ejercicio de saberse al lado de los otros, saberse necesitada
de la compañía de los otros. Y era precisamente en los libros
donde ella se encontraba con otros; otros que le recordaban que ella tenía
derechos, por el hecho de ser un otro, una otra. Y era esto lo que yo
entendía que Tulia estaba reclamando, sus propios derechos. Y más
exactamente el derecho a una voz. ¡Cuan digna era Tulia! ¡y
en frente de un mundo tan indigno! Recogiendo libros en la calle construía
su propio derecho, del que sabía muy bien, deberían gozar
los demás. Por primera vez le sugerí a Tulia escribir algo
sobre los libritos y ella escribió en una hoja que desprendió
de su cuaderno: “Los libritos sirven para leer, para divertirse,
para instruirse, para dar sueño, para estudiar, para leer los cuentos,
para aprender a leer, para rezar, para bendecir, para la oración,
para aprender la lección, las revistas, el periódico, revista
de historia, de español”.
2.9 Re-memorando: Tulia había vivido un periodo
de evocación de su infancia y en general de episodios de su vida
pasada, mostrándose siempre malhumorada, queriendo evadir sus propios
pensamientos. En el periodo siguiente se dedicó especialmente a
la pintura, práctica que intercalaba con la experimentación
de la grabadora y la máquina de escribir. Después de ese
periodo lúdico de experimentación, Tulia volvió a
liberar su memoria, pero esta vez cada evocación ocurría
de manera ligera y ella parecía dejarla fluir. Una mañana
entró a la escuela y se quedó mirando un afiche que trajo
alguien para Martela, quien volvía decir que iba aprender belleza.
El afiche era de un hombre joven y bello, recién peluqueadito,
bien maquillado y sonriente. Tulia se quedó mirándolo y
repetía varias veces “ese es mi hermano”. Luego se
sentó conmigo y empezó a describirme a su hermano: “él
era de ojos claros, como azulitos y mi mamá también tenía
los ojos azulitos, casi parecidos”. Ella tocó la superficie
del afiche y con su mirada me pedía una autorización. Lo
desprendió de la pared emocionada. Se quedó en silencio
mirándolo de cerca, y con sus manos de piel dura acariciaba ese
rostro. Me señaló con sus dedos, que esas eran las cicatrices
que él tenía. Me contó que su hermano tuvo un accidente
echando pólvora y que por esa razón le quedaron esas cicatrices
y que tenía la nariz un poco diferente. Con este afiche en su canto,
Tulia se sentó a copiar los textos del afiche y pasó la
mañana escribiendo y mirando a su hermano. Humberto, que desde
que la máquina de escribir estaba presente visitaba la escuela
y Tulia, habían realizado un mapa grande de Colombia. Allí
trazamos las rutas de los viajes que habíamos hecho y señalamos
las ciudades que conocíamos. Después de la algarabía
del ejercicio de trazar los viajes de cada quien, Tulia se me acercó
y en voz baja me invitó a que buscáramos en el atlas la
ciudad donde ella nació. Empezamos buscando el Huila, y luego ella
señaló la ciudad de Ibagué. Se iba emocionando porque
sabía que ya estábamos cerca. Después de buscar y
buscar me dijo que tal vez su pueblo no salía en el atlas, por
ser muy pequeño. Entonces le propuse que buscáramos el mapa
del Departamento y el índice de ciudades y pueblos. Ella un poco
impaciente me propuso buscar Villarica, diciéndome que era un poco
más grande y que quedaba cerquita. Acercarnos a su pueblo, la cambió
un poco, me hablaba con voz firme, me daba órdenes y se mostró
impaciente. Era claro que era ella la que sabía para donde íbamos.
Buscamos en el índice y le mostré que había encontrado
Villarica. Buscamos la página y ahí estaba. Entonces, Tulia
repetía varias veces bajando la voz: “Icononzos, está
muy cerca”. Por fin lo encontró y se volteó a mirarme
llena de alegría y me dijo “Sí, ahí queda”,
con tono de autoridad. Al rato se despidió. “Rosario, ya
me voy…chao. Tulia me fue contando que ella había huido de
su familia porque la pasaba mal con ella, porque la maltrataban. Ella
había llegado a Bogotá hacía unos quince años
con su hermana, pero no quiso trabajar como “mujer de la vida”,
sino que se dedicó a recoger de la basura, cartón, botellas,
ropa, y cosas que a su parecer aun servían. Según me contó,
fue a partir de esta práctica como ella fue teniendo contacto con
algunos libros, cartillas escolares, y hasta el misal pequeño que
me mostró y que cargaba en el pecho. Hacía ya varios años
que ella vivía en las calles del barrio La Candelaria en un carro-casa
de balineras que ella misma había construido, y que estacionaba
temporalmente en alguna calle o rincón que le proporcionara un
poco de sosiego, o donde los vecinos no salieran a reclamarle para que
despejara el espacio público. Desde entonces vivía allí
con sus perros que a veces llegaban a ser seis o siete. Tulia empezó
a asistir al taller de cerámica, aunque inicialmente le parecía
un poco extraño. Sin decir nada y sin que le dijeran nada, ella
fue cogiendo un poco de barro y empezó a hacer cuadraditos. Este
ejercicio le evocó momentos de cuando era niña y en su casa
hacían panela. En otra visita al taller de cerámica ella
fue haciendo unas bolas que después aplanó. Empezó
a hablar de cómo se hacían las arepas en su tierra, y de
cómo las hacía su hermana. Así, sucesivamente fue
recordando su vida y elaborando piezas de cerámica de una verdad
sin par. Terneros, vacas, burros, y pollos fueron sus primeras piezas.
Posteriormente pasó a hacer rostros y próceres, que serían
su siguiente tema de trabajo. Volví a preguntarle a Tulia sobre
su paso por la escuela cuando era niña y recordó que la
golpeaban porque no aprendía rápido. Después de un
tiempo la sacaron porque decían que no aprendía, que “era
bruta”. Contó que luego, en su pueblo, fueron a dar clases
de modistería y a ella no la dejaron aprender porque dijeron que
ella estaba loca. Al final dijo que en Cachivache era la primera vez que
ella podía aprender. Tulia no paraba de recordar fragmentos de
eventos de su vida. Ahora hablaba de haber tenido un padre y un padrastro.
Y expuso una teoría sobre sus apellidos, que no pude entender.
Dijo que el padre no le había dado el apellido, pero no entendí
si ella tenía el del padrastro o solo el de la madre. Muy impresionada
por la muerte de un amigo, Tulia pasó varias semanas tratando el
tema de la muerte. Se acordó de cuando vivía con su tía
y fueron al cementerio a sacar los restos de su papá. Para sorpresa
de ellas, los restos ya no estaban. Según ella, ''los habían
sacado y echado al hueco''. Ella creía que los habían sacado
para poner a otro muerto en el hoyo. Tulia lamentaba no tener un huesito
de su padre, porque según ella éste la acompañaría
y, así, le iría siempre bien.
3. EL PAPEL, ESA OTRA PIEL Después de un año
y casi seis meses, empecé a notar que Tulia, como Martela, Nilton
y otros visitantes más o menos constantes del programa, se expresaban
mejor. Adicionalmente advertí, en los visitantes menos asiduos
o esporádicos y aún en los ocasionales, que su modo de comunicación
habitual, colmado de desconfianza, se iban permeando de la dinámica
de la casa. Esto, sin desconocer que en otras ocasiones --menos frecuentes--,
ocurría lo contrario. Bastaba que llegara un largo, un duro, o
una de las autoridades “en materia de la calle”, para que
todo cambiara. Solo su ronda por la casa ocasionaba un temblor generalizado
y todos resultábamos hablando en voz baja. También era notorio
que en este nuevo periodo, cuando asistíamos a las reuniones del
viernes, donde se reflexionaba colectivamente sobre la convivencia y se
dibujaban proyectos y actividades, los nuevos visitantes se veían
cuestionados por el entorno y aprendían que bastaba alzar la mano
y esperar el turno con un poco de paciencia para tomar la palabra y que
al hablar sin respetar esta norma, nadie los escuchaba. Tulia hablaba
un poco más desinhibida y Niño, uno de esos duros que aun
dejaban ver su corazón, reconocía que él y sus compañeros
habían cambiado, porque habían aprendido a respetarla. Si
en las primeras reuniones a las que asistí se respiraba temor de
hablar y muchas veces las intervenciones respondían a impulsos
sin mediación, ahora se podía percibir cierta calma para
expresarse y una más frecuente, variada y relajada participación.
Pues las palabras que habían ido surgiendo en estas reuniones,
habían sido la materia prima para construir un modo de convivencia.
Martela, que en su proceso se había acercado a Dios y aprendido
que la palabra “es cosa seria”, ahora escribía. Claro
que había que soplarle y acordarle cómo sonaban las letras
evocando los nombres de quienes la habíamos acompañado en
este aprendizaje. Que se quedara donde los evangélicos, que regresara
a la calle, que volviera a Cachivache, ¡ella vería!. Un día,
después de un par de meses de ausencia, nos volvió a visitar
y estando sentadas en la escuela, le dije con el tono de profesora que
a ella le gustaba: vamos a hacer un dictado”, y ella dijo, “bueno”...y
“no sacó el cuerpo”. Empecé: Limón (con
la de loro), tomate (con la de Tania), manzana (con la de mamá),
papaya (con la de Pedro), y ¡qué habilidad! Ella las escribió,
sin errores y las leyó. Nos las leyó a varias personas,
las leyó para los otros. El asunto parecía ser que uno hace
las cosas cuando las necesita hacer o cuando tiene sentido hacerlas. Martela
había aprendido a través del teatro, como Tulia con la pintura,
que existe un lugar diferente a uno y a los otros, donde está uno
y están los otros, donde podemos inscribirnos, hablar de nosotros
mismos. ¿La escena, el lienzo o el papel? Con Tulia habíamos
aprendido en la escuela a estar atentos a la caneca de basura. Allí
habíamos encontrado cosas valiosas: la pasta de un libro de cuentos
que se nos había refundido, crayolas, lápices y colores
de tamaño mediano, calendarios pequeños, recortes de revistas
que alguien había despreciado, alambres que servían para
amarrar un libro o el radio, y escritos nuestros y de otras personas.
Empecé a seguirla en la labor de sacar los papeles de la basura
y desarrugarlos. Así nos fuimos animando con ella y Ada, que estaba
haciendo con hojas sueltas un diccionario de groserías, para buscar
un cuaderno donde pegáramos, neciamente, los escritos y dibujos
que habían ido a parar a la basura. Pensando en la dificultad de
llevar un cuaderno entre todos, llegamos a la idea de una gran cuaderno,
donde todos cupiéramos, donde pudiéramos pegar todo cuanto
encontrábamos, y que hiciera las veces de una memoria de nuestro
tiempo compartido. Un diario de la escuela. Intentamos juntar muchas hojas
para armar el cuaderno grande que habíamos imaginado, pero resultaba
frágil. Entonces tomamos un directorio telefónico, y allí
al lado de todos de las grandes empresas, de la lista de domicilios de
los ciudadanos, allí, nos pegamos a los otros. Cada una de nosotras
escogió un escrito y lo pegamos. Tulia pegó sus escritos
sobre la alegría y la tristeza, Ada su versión de Caperucita
en el Cartucho, Martela su lista de nombres de cosméticos y yo
pegué un sueño que había tenido y escrito cuando
la escuela apenas se inauguraba y que por pudor no había sido capaz
de compartir. Con el paso del tiempo, adquirí el hábito
de ir pegando allí los escritos que encontraba ya fuera en la caneca,
en el piso, o aun insertos en la máquina de escribir. Ada y otros
iban haciendo lo mismo a su ritmo y eligiendo lo que querían mostrar
de si mismos. Y si algunos inicialmente se mostraban indiferentes a nuestro
libro gordo, él fue adquiriendo su propio lugar. Cada mañana,
al abrir la puerta de la escuela, lo veíamos ahí, reposando
encima de la mesa, como un objeto dispuesto a su animación. Luego
de un largo periodo de silencio y otro de ejercicios orales, la escritura
había ido tomando un lugar privilegiado en la escuela. La práctica
de la escritura era una oportunidad para acordarse de lo personal, de
lo íntimo, y los escritos aparecían como un ejercicio de
reposo opuesto a la peregrinación y la volatilidad propias de la
vida en la calle, donde las palabras eran escasas y las huellas las guardaba
el cuerpo. La gracia de la máquina que dejaba impresas las letras
había impulsado de manera excepcional la práctica de escribir
en la escuela. Tal vez porque esas letras que salían de nuestros
cuerpos y pasaban por ese otro cuerpo, tomaban la apariencia de las letras
que circulan e invaden los espacios de quienes sí tenían
un lugar en la sociedad. Y quien se sentaba en frente de esa máquina,
se tornaba alguien con mayor prestigio. Escribir en esta máquina
se tornó un ejercicio para experimentar un otro lugar, una especie
de ensayo para cambiar de lugar. Sin embargo, estos textos escritos, en
su gran mayoría guardaban el tono de la voz, tenían el carácter
de las palabras dichas, y así pretendían ser huellas personales
que salían del cuerpo para fijarse en el papel. Tulia, que había
escrito en una página la presentación de su recorrido como
pintora, remitiéndose a su nacimiento y a una serie de episodios
de su vida, había hecho claramente un ejercicio de memoria, había
reconstruido rápidamente su pasado, estableciendo cronologías
e imaginando un futuro. Los textos escritos en la escuela, que ya se quería
llamar biblioteca para dejar de ser “tan infantil”, habían
apoyado este ejercicio de fijación de la existencia y de elaboración
de una historia personal, lo que quería decir que como resultado
de una serie de movimientos se superaba ese eterno presente de la vida
en la calle, para configurar una idea de futuro. ¿Que íbamos
a hacer un libro? Esto me sonaba un poco exagerado. Adicionalmente veía
una dificultad, pues creía que contábamos con pocos escritos.
Solo había recogido los que se quedaban en el salón por
olvido o por desprecio. Pues la mayoría de las veces se los llevaban,
y en otros casos se los guardaba sin leerlos, como ellos lo pedían.
Proponer la idea de hacer un libro generó inquietud. Algunos querían
mostrar todo cuanto tenían en sus cuadernos y que se pasaran sus
textos a máquina, otros no querían saber nada de este proyecto,
pero a última hora, se decidían. Finamente recolectamos
una cantidad exagerada de textos e imágenes y fuimos negociando
día tras día lo que cada quien quería mostrar. Por
limitaciones económicas debíamos escoger para la publicación,
un color además del blanco y el negro, y esto se haría en
grupo. Tulia pensó en el rojo. Y nos explicó que debía
ser “rojito como la sangre que va por las venas”, señalando
en su cuerpo el caminos de ellas. Lo dijo con tal convicción que
nadie tuvo objeciones y el color elegido fue el rojo. Al recordar hoy
las palabras de Tulia, no puedo dejar de pensar en las palabras de Sotigui
Kouyaté, a quien escuché narrando historias recientemente.
Contaba que el antecesor y fundador de los Kouyaté había
sido un hombre que había bebido la sangre del gran profeta, hombre
santo que al ser herido en una batalla, había comenzado a sangrar
de manera incontenible y la tierra, que recibía este flujo rojo,
se negaba a absorberlo. Absorbiendo su sangre, Kouyaté había
salvado la vida del gran profeta. Los Kuyaté, también portadores
del nombre Dieli, que significa sangre en Bambará, representan
desde entonces la principal familia de los Griots, identificados en África
del oeste, principalmente en Burkina Fasso, como portadores de la palabra
pública. El libro titulado Este Parche sí es Ñerístico,
que aparece como Anexo No.1 de esta monografía, fue armado con
textos e ilustraciones de la gran mayoría de los visitantes de
la casa y su tercer color fue el rojo. Pues la idea que nos sugirió
Tulia, que las palabras como la sangre, circulan por los cuerpos manteniendo
la vida, complementaba las palabras de Michel de Certeau: “los papeles
son colocados en el lugar de nuestra piel y que, substituyéndola
durante los periodos felices, forman en torno de ella una capa protectora.
Los libros son apenas las metáforas del cuerpo” (De Certeau
1990: 231).